Complices Divergentes
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“A veces comemos una vez al día”: el exilio de los miskitos en Costa Rica  

Los indígenas miskitos nicaragüenses están huyendo cada vez más a Costa Rica por la violencia de invasores de tierras que son protegidos por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Sin embargo, se trata de un exilio marcado por el desempleo, la pobreza, el hacinamiento y la inseguridad

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Ilustración por Divergentes

En la noche, cuando el niño de dos años orina la sábana sobre la que se acuesta, su madre, Nasha Imara, lo limpia, lo tranquiliza, lo arrulla y le dice que esto es por un tiempo: prefiere pagar el cuarto donde viven, que comprarle pañales. 

El cuarto es sólo un espacio de cuatro paredes mitad madera y mitad zinc, con un inodoro y una ducha. Para dormir, coloca unos cartones o ropas viejas en el suelo para amortiguar la dureza y el frío del piso. Tiene una cocina de dos quemadores que le prestaron unos vecinos, con la que calienta agua para hacer café, sopas instantáneas y algún pollo frito, cuando hay. 

“A veces comemos dos veces o una vez al día”, dice Nasha, de 39 años de edad, perteneciente a la etnia miskita del Caribe nicaragüense.

Nasha tiene la piel morena, pelo crespo y negro, y los ojos rasgados. Llegó a Costa Rica hace tres años, “por la violencia de los colonos (invasores de tierra, en su mayoría, del Pacífico de Nicaragua) y la violencia con el hombre que vivía”, recuerda. Aunque si se le pregunta más detalles, Nasha dice que también fue por “culpa de la dictadura de Daniel Ortega”. 

Nasha cuenta que hace cuatro años murió su madre, y poco después los colonos llegaron a la comunidad donde vivía en Puerto Cabezas. Se tomaron las propiedades de su familia. Las autoridades no hicieron mucho porque los colonos son protegidos por el régimen de Ortega y su esposa, Rosario Murillo, dice. Y esto, más las amenazas del hombre con el que vivía, provocaron que huyera a Costa Rica. 

A finales de 2021, Nasha llegó a Pavas, un distrito al noroeste de San José, la capital costarricense, donde todavía vive en un caserío de casas con paredes de zinc, madera o plástico, con la sensación de estar una sobre otra. La calle principal es de tierra, por donde se ubican los rieles de un tren, y a la par se levantan decenas de casas en piña. Al fondo hay un inmenso hoyo donde se ubica un basurero que pareciera engullir los bordes del barrio. 

“A veces comemos una vez al día”: el exilio de los miskitos en Costa Rica  
Pavas, en San José, Costa Rica. Esta zona esta ubicada en lo alto de la capital, en el barrio Los Rieles entre La Carpio y el vertedero municipal. Divergentes | Óscar Navarrete.

Perseguidos por los sandinistas desde hace décadas

Los miskitos han huido a este lugar desde hace varias décadas, desde la guerra de los años ochenta entre los sandinistas y la Contra. Después de casi 40 años, nuevas familias de esta etnia han llegado a Pavas, huyendo del mismo partido político, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que gobierna con autoritarismo en Nicaragua desde hace 17 años. 

Se calcula que en Pavas actualmente viven más de 100 familias miskitas, y en toda Costa Rica, más de 300. “Y en los últimos meses siguen llegando”, dice una líder miskita, que conversó con DIVERGENTES y Artículo 66, en condición de anonimato. 

Ella también huyó por las amenazas de los invasores. Dice que en todos los territorios tienen temor y, por ello, no pueden ir a pescar, sembrar ni alimentar a sus animales. Porque eso es la vida de los miskitos: el agua, los bosques, la naturaleza. Pero en los últimos años varios líderes y comunitarios han sido asesinados; mujeres y niñas violadas. Y entonces el temor, el trauma se esparce por esas tierras, y casi todos piensan en la opción de huir a Costa Rica. 

El Grupo de Expertos en Derechos Humanos (Ghren) de la Organización de Naciones Unidas (ONU) documentó 67 incidentes violentos en territorios indígenas desde marzo de 2018 hasta marzo de 2024. El documento registra que al menos 46 personas fueron asesinadas. Se identificaron al menos 39 secuestros y nueve mujeres víctimas de violación sexual a manos de colonos. Siete de ellas eran menores de edad.

Los expertos determinaron que el Gobierno, sus autoridades y representantes del FSLN sistemáticamente han penetrado las estructuras y organizaciones de autogobierno de las comunidades indígenas y afrodescendientes “con el objetivo de mantener y extender su control político, social y económico, silenciar la oposición política e impedir cualquier participación libre en los asuntos públicos de las comunidades indígenas y afrodescendientes”. 

El documento detalla que esto se ha logrado a través de la creación de “un entorno de intimidación y miedo y de una política de tolerancia frente a las usurpaciones crecientes de tierras comunales por terceros, particularmente colonos”.

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Se calcula que en Pavas actualmente viven más de 100 familias miskitas, y en toda Costa Rica, más de 300. Divergentes / Óscar Navarrete.

En condición de desplazamiento forzado 

—¿Por qué eligen Costa Rica? —le pregunto a la líder miskita.

—Porque creemos que hay opción de trabajo, de seguridad, porque también hay una comunidad miskita, entonces, nos venimos pensando que alguien nos puede dar una mano, una ayuda. 

Vienen por un trabajo, por seguridad, porque existe una comunidad miskita, a la cual creen que pueden acudir cuando tienen necesidades. Lo que encuentran, muchas veces, es lo contrario. Pero se quedan, porque creen poder aguantar, porque hay pocas opciones de ir a otro lado –no vaya a ser y sea más difícil aún, me dicen–, pero sobre todo, porque regresar a Nicaragua no es una opción, porque simplemente no los dejarían regresar, sin alguna consecuencia, a sus tierras.  

El Centro de Estudios Transdisciplinarios de Centroamérica (Cetcam), un centro de pensamiento, realizó un estudio sobre la situación de las mujeres indígenas nicaragüenses que se encuentran en condición de desplazamiento forzado en Costa Rica, cuyos hallazgos revelaron que esta población tienen una alta vulnerabilidad social, como pobreza extrema, falta de acceso a empleos, a programas de asistencia humanitaria y a servicios de salud. 

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Mujeres miskitas exiliadas, quienes tienen problemas para adaptarse en Costa Rica. Divergentes | Óscar Navarrete.

El miedo de hablar

El cielo, como todos los días, está cargado de nubes grises. En San José, capital de Costa Rica, casi nunca hay un cielo despejado, siempre aquí y allá hay nubes grises y blancas. Hay, a veces, un sol que pica la piel, pero al alzar la vista siempre están las nubes; pequeñas o grandes, con la amenaza de una lluvia fuerte. 

Hoy, como casi todas las tardes, llueve en el centro de la ciudad. Florencia –su apellido se omite por su seguridad–, de 35 años de edad, entra a una panadería, frente al parque central, para no empaparse. Mira las vitrinas para pedir una repostería, pero demora un poco antes de decidirse por alguna.

Dentro de unos minutos, cuando hable con ella, me daré cuenta que la demora se debía a que Florencia se siente insegura al hablar español y a que no le entiendan. “Esa”, me dice, señalando una torta a base de yuca, muy parecida a una que comía en la comunidad donde vivía, en el Caribe Norte de Nicaragua. 

Florencia tiene apenas unos tres meses de vivir en Costa Rica. Huyó con sus dos hijos por las amenazas de invasores en su comunidad Betania, de Puerto Cabezas. Llegó al cuarto que su hermano alquilaba en Pavas, “y entre los dos estamos luchando”, dice Florencia en miskito, mientras una compañera traduce. Lo que Florencia llama “luchar” podría entenderse como sobrevivir.

Su hermano trabaja en construcción y ella a veces va a cortar caña, pero es un trabajo arduo de nueve horas por el que le pagan 10 000 colones (unos 20 dólares). “No es un trabajo fijo”, dice Florencia, quien junto a su hermano priorizan pagar el cuarto, que cuesta 260 dólares al mes. 

—¿Cómo hacen para comer? 

—Cuando tenemos comida, comemos… cuando no tenemos, no comemos —dice.

Florencia es alta, tiene la piel oscura y los dientes delanteros postizos. Viste con un suéter celeste, un bluyín y unos zapatos negros. No tiene sombrilla, por eso se refugió en la cafetería mientras lloviznaba. Hoy acompaña a Hilda –su apellido se omite por su seguridad–, de 62 años de edad, que no habla, ni entiende español. 

Hilda sólo puede salir de su casa –o cuarto– acompañada de otra persona que sepa hablar español. Esta vez fue Florencia –que entiende muy poco– la que le ayudó a tomar el bus, comprar un café y hacer unas gestiones con una organización a la que le está solicitando una ayuda. 

“Tengo problemas porque ya estoy vieja y no domino el idioma (español), y no puedo trabajar”, dice Hilda, y añade que le piden “muchos papeles y no puedo hacer gestiones porque no puedo hablar español”. 

Para Hilda es su segundo exilio: en 1981 se refugió en Honduras por la guerra entre los sandinistas y la Contra. Para entonces era joven y trabajó unos años en lo que se podía trabajar: sembrando granos, como sirvienta en una finca o en cortes de café. Así estuvo, hasta que los sandinistas entregaron el poder en 1990, y ella regresó a su casa, en el Cabo Gracias a Dios, un recóndito pueblo en la frontera entre Nicaragua y Honduras. 

“Tenía una parcela grande de tierra, donde vivía con mi familia, pero los colonos me la quitaron a la fuerza, con todo y la cosecha”, dice Hilda, que hoy lleva un suéter celeste que la protege del frío de la capital costarricense. “Por eso vine a Costa Rica, con mi marido y mis hijos”, agrega. 

Vive con su marido en un cuarto pequeño de Pavas, que alquilan también por 260 dólares mensuales. Él trabaja en construcción por contratos temporales. Es decir, sin un pago fijo, ni prestaciones laborales. “Tenemos que comer una vez al día para poder pagar la renta, si comemos tres veces, no podemos”, dice Hilda. 

Hace seis meses, la pareja de Hilda se lastimó la columna mientras cargaba bloques en su trabajo de construcción. No tiene seguro médico para tratarse, y lo único que hace es conseguir analgésicos para paliar el dolor. “A veces se aguanta el dolor y va a trabajar, pero otras veces no aguanta, porque ya es un señor de 64 años”, dice Hilda. 

—¿Cómo hacen para pagar la renta cuando no trabajan? 

—A veces mi marido no puede trabajar durante un mes, y no podemos pagar, y por eso varias veces nos han corrido de los cuartos —dice Hilda, y explica que han tenido que dormir en la casa de sus hijos, que también se encuentran en un situación similar: desempleo, pobreza, hacinamiento y con más familias, más hijos que dificultan, aún más, poder sobrevivir. 

—¿Y no piensan que esta situación puede cambiar si regresan a Nicaragua?

—Ahorita nadie puede regresar a Nicaragua. Daniel (Ortega) acaba de reformar la Ley, y en la misma frontera nos podrían echar presos… No puedo ir a mi pueblo porque es peligroso, por los que nos puedan hacer los colonos. 

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Esta población tienen una alta vulnerabilidad social, como pobreza extrema, falta de acceso a empleos, a programas de asistencia humanitaria y a servicios de salud. Divergentes | Óscar Navarrete

“No quiero dormir en la calle”

Nasha Imara tiene una cicatriz en la mano derecha que se hizo con una máquina con la que quería cortar un árbol. Esta era una de las labores extras que le habían asignado cuando trabajaba como doméstica. Es decir, además de cocinar, limpiar la casa, los baños, lavar la ropa y cuidar, la jefa de Nasha le asignó cortar el césped y los árboles del patio. 

“Hasta que un día le dije que ya no podía más, por el maltrato que estaba viviendo”, dice. 

Nasha aceptó el trabajo porque no tenía dinero para pagar el cuarto. Cuando recién llegó a Costa Rica no le fue tan mal, afirma, porque conoció a un hombre que le ayudaba a pagar el alquiler y la comida. Pero cuando la embarazó, el hombre le dijo que no quería hacerse responsable, “y se fue, y quedé sola”. 

Cuando el niño nació, una organización le daba una ayuda económica para pagar el cuarto, que le costaba 80 000 colones (160 dólares). Pero al cumplir un año de nacido, dejó de recibir este apoyo. Nasha buscó trabajos, como el de doméstica, o haciendo mandados, para que le dieran algo de dinero. Pero el día que no tuvo para pagar el cuarto, la echaron. Ella lloró porque pensaba que iba a dormir en la calle con su hijo, pero una señora, también embarazada, le dijo que la entendía como madre, y que por eso le podía alquilar un cuarto en 130 000 colones (260 dólares), es decir, 100 dólares más de lo que pagaba por el anterior cuarto. 

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El Grupo de Expertos en Derechos Humanos (Ghren) de la Organización de Naciones Unidas (ONU) documentó 67 incidentes violentos en territorios indígenas desde marzo de 2018 hasta marzo de 2024. Divergentes | Óscar Navarrete

Desde entonces busca trabajo y hace mandados para pagar la renta. El mes pasado le tocaba el 28 de noviembre, y no pudo. Le dieron una semana de plazo para conseguir el dinero, pero ella no lo tiene.

Hoy fue al centro de San José porque una amiga le regaló una bolsa de pañales para su hijo, Giancarlos, de dos años de edad. Mientras conversamos, Nasha recibe una llamada de una sobrina que ahora está cuidando al niño. Le dice que el niño se cayó y no para de llorar.  

Nasha se apura para llegar lo más pronto posible. Cuando se le pregunta cómo hará hoy para pagar el alquiler, ella cierra los ojos y dice “no sé”. Es otro día más de incertidumbre sobre qué comer y dónde dormir. Mueve la cabeza de un lado a otro y repite: “lo único que no quiero es dormir en la calle con el niño”.


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